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Bajad las armas

Los verdaderos periodistas desayunan con prosecco

Hace tiempo que los periodistas visten mal y desayunan peor. El idealismo ya no lo llevan por fuera sino por dentro. Pero el periodista que se toma a sí mismo demasiado en serio no suele tomarse demasiado en serio su trabajo

El Papa charla con Antonio Pelayo en un vuelo a Panamá.
El Papa charla con Antonio Pelayo en un vuelo a Panamá.Grzegorz Galazka
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Cuando este miércoles vi a Antonio Pelayo bajando por via Frattina, con su traje de raya diplomática y dos periódicos bajo el brazo -el Corriere y La Repubblica-, me sorprendió que no llegara acompañado de Audrey Hepburn y Gregory Peck. Me había citado a las once y media en la terraza de su cafetería favorita, no lejos de la majestuosa escalinata de la plaza de España. Yo pedí un capuchino. Él fue directamente a la barra y regresó con un plato de canapés y una generosa copa de prosecco. El desayuno de los maestros.

Lo reconozco. Me sentí derrotado por un sacerdote de 81 años a punto de cumplir cuatro décadas de corresponsal en Italia. La entrevista había empezado a su medida: con una sutil lección de actitud. Un vislumbre de clasicismo, de elegante disipación, de bienhumorada ligereza. El periodista que se toma a sí mismo demasiado en serio no suele tomarse demasiado en serio su trabajo.

Hace demasiado tiempo que los periodistas visten mal y desayunan peor. El idealismo ya no lo llevan por fuera sino por dentro, con peligro manifiesto de degenerar en activistas. Temo que el oficio esté experimentando una regresión a la infancia por la cual un secundario de Ciudadano Kane o Primera plana se nos antoja infinitamente más complejo y equilibrado que cualquier insomne partisano del fact-checking. No imagino a Camba ni a Pla ni a Ruano posando en las escaleras del Congreso en protesta contra los reporteros inescrupulosos.

Yo, perdonadme, no estudié periodismo. Alguien debió de advertirme a tiempo. Lo poco que sé lo aprendí practicando, pero la práctica nunca engendró en mí el debido fervor corporativo. Descubrí pronto que muchos compañeros no escribían pensando en el interés del lector sino en la aprobación de otros periodistas; en especial de aquellos que integraban el sanedrín de la profesión, por lo general de severa observancia progresista. El mismo sanedrín que estos días nos depara un entrañable espectáculo de sokatira entre el poder sin reparos y el endeudamiento sin límites.

Muchos miércoles, mientras fumábamos en el patio del Congreso, Gistau me señalaba lo ridículo de cierta solemnidad corporativa. Él sí había estudiado periodismo, pero solo para que los demás se confiaran. Quiero decir que la excelencia periodística existe, pero ese título han de concederlo los civiles. Los lectores. Nada más bochornoso que ver a Periodistas colgándose a sí mismos (o a otros como ellos) la medalla del Periodismo. De ese venéreo mamoneo ha brotado la sífilis del descrédito que nos aleja de los ciudadanos. Entre tanto club de poetas muertos y tanto candidato a caballero sin espada, urge que el oficio recupere la saludable higiene del escepticismo.

De modo que mi fe periodística es un credo delgado, pero aun así creo en un puñado de cosas. Creo en la redacción de este periódico, que pisé por primera vez hace diez años y en la que he vivido sucesivamente una sedición, una moción de censura y una pandemia. Creo en su sala de reuniones cuando dos jefes se enzarzan y se desata un debate apasionado. Creo en un Rey que nos llamó «institución» en el Palace cuando cumplimos 30 años. Creo en las ganas de aquel becario que está empeñando su juventud en la oportunidad de un contrato. Creo en el director saliendo a voces del despacho, y en la excitación contenida del periodista de investigación. Y creo, con perdón, en la inquina del Gobierno que veremos caer y en el rencor de la competencia que no logró reeducarnos.

Antonio Pelayo ha viajado con tres papas y ha cubierto once terremotos. Ha entrevistado a Sofía Loren y atestiguó una resaca de Mastroianni. Probé suerte y le pregunté por uno de mis héroes: Indro Montanelli.

-Claro que lo conocí. Vivía en piazza Navona. A los españoles nos tenía mucho cariño. Un día me dijo: «La diferencia entre italianos y españoles es que nosotros hemos doblado la espalda demasiadas veces. Ustedes todavía pueden mantenerse rectos».

Lo decía alguien que había sido encarcelado por el fascismo y tiroteado por el comunismo. Se llevó a la tumba esa quijotesca opinión acerca de nuestro carácter.

-No sé si hoy diría lo mismo -remató don Antonio con una carcajada.

Me despedí. Antes de que pudiera darme cuenta me había pagado el capuchino.